Se estiraban, bostezaban y
rascándose se dirigían al baño. Marcela extendía allí la alfombrilla de felpa delante del
calefactor donde, inmediatamente, se tumbaba la gata, ambas comenzaban sus aseos y se
miraban de vez en cuando guiñando los ojos.
Después de la ducha, Marcela
sabía que tenía que dejar abierta la mampara para que la gata saltara a beberse
la espuma de jabón.
Las mañanas de domingo,
desayunaban en la mesa de la cocina, al sol, mirando los tejados de la ciudad.
Marcela se preparaba un te con un
chorrito de leche y esperaba a que la gata subiera de un salto a la encimera y
le pidiera con la mirada su ración. Entonces vertía unas gotas de leche sobre
la encimera, lo que la gata agradecía con una suave caída de párpados. Lamía la
leche y se relamía feliz de que todo funcionara a la perfección, sin sorpresas,
sin cambios.
Con su taza entre las manos y su
kiwi cortado en un plato, Marcela encendía la radio, preparada para la cita diaria. Él
nunca fallaba. Su voz llenaba el espacio de una casa muda en la que Marcela y
su gata se acurrucaban junto al altavoz de la-radio como si de allí saliera
calor. A Marcela ese locutor la ayudaba a entender el mundo. Gracias a él iba perdiendo el miedo a todo lo de
fuera. Su voz cálida y cercana le daba confianza, le hacía pensar y reir. Él la
recomendaba los libros que ella leía, las exposiciones que veía, las obras de
teatro a las que asistía ...
Una mañana de domingo la gata
tardó en despertar. Había estado toda la noche inquieta y gimiendo. Como si
tuviera un mal sueño. O una mala digestión. Marcela le animó cariñosa a
despertar, le llevó en brazos al baño, le enseñó la mampara abierta... pero la
gata se tumbó lánguida en la alfombrilla.
Marcela empezó a preocuparse
cuando le vio tambalearse al ir hacia la cocina. Y cuando no pudo subir de un
salto a la encimera. Ni siquiera olió el charquito de leche. Después descubrió
la gran mancha de sangre en la arena.
La siguiente mañana de domingo,
Marcela desayunó sola. No encendió la radio. No quería consuelo. Miraba ausente
los tejados con la taza de te entre las manos, mientras sentía una gran
opresión en el pecho y la fuerza del llanto contenido entre los ojos.
Vertió unas gotas de leche sobre
la encimera y lamió el charquito blanco ronroneando con los ojos cerrados.
© Cristina Minguillón 2008
Pablo García Fernández - Ilustración para "La gata" - Lápiz color |
Maravillosa ilustración que pone un toque de simpatía en un cuento triste pero precioso y lleno de encanto.
ResponderEliminarUn abrazo.
Me quedo con la interpretación que le das al cuento, Pablo. Es que prefiero evadirme de tristezas por esta noche. ¡Ay, esa caída de ojos verdes y esa lengüecita colorá! Un besito.
ResponderEliminarPablo..." Taller de ilustraciòn."
ResponderEliminarMuy bonito relato para el que le agradan tener los gatos dentro de su casa ,,,tan asi apegados a la dueña.
Se sufre mucho luego su pèrdida...le ha de parecer verla en todos los rincones.
Me encantan tus dibujos...le das alegrìa...y ademàs de escribir que lindo es saber dibujar .
Sabes hace una hora atràs te habìa leìdo y se me ha cortado internet...y justo ahora me ha llegado tu saludito graciasss
¡¡¡ Precioso todo !!!
un beso
que hermosa ilustracion pero el cuento poco como dice mi compañero (pedor) es triste.
ResponderEliminarUna ilustración preciosa, tiene que ser difícil concebir una imagen que cuadre con la imaginación de todo lector.
ResponderEliminarBesos
Que tristeza! Pero igual me encanto conocer tu blog y leerte, Un placer, Si me lo permites me quiedo para ver que mas descubro, Muchas bendiciones y Adelante.
ResponderEliminarGracias, Pablo, por el triste y precioso relato que nos traes. Y por tu ilustración. Un complemento perfecto.
ResponderEliminar¡Un abrazo!